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En los últimos años representantes de familias y de alumnado, profesorado, profesionales de la Psicología y más expertos, hemos venido detectando numerosas necesidades y problemáticas que se producen en los contextos educativos, que requieren de una atención especial para mejorar el bienestar de toda la comunidad educativa: abandono y fracaso escolar, como consecuencia, en la mayoría de los casos, de problemas psicológicos no abordados en el momento oportuno; trastornos emocionales, acoso escolar, ciberbullying, prevención de violencia de género, violencia filioparental, autolesiones, prevención del suicidio, adicciones a nuevas tecnologías, prevención de consumo de drogas, burnout del profesorado.
Como vienen constatando diversos estudios e informes, la crisis provocada por la COVID-19 ha incrementado de manera preocupante este tipo de necesidades y problemáticas. El CIS, en su encuesta sobre salud mental durante la pandemia, constata que el 52,2% de los hijos convivientes y el 20,6% de los nietos convivientes habían cambiado la marea de comportarse, y de estos menores, afirman que el 76,4% se muestran más irritables, el 44,8% se muestran tristes con facilidad, el 36,1% lloran fácilmente, el 60% se muestran más nerviosos o con ansiedad y el 26,4% se quejan de malestar físico y/o dolores poco precisos (cabeza, tripa, cansancio, vómitos).
Otra prueba de la preocupante situación es que la Fundación ANAR, en las peticiones de ayuda que atiende respecto a menores, ha constatado en 2021 un aumento significativo de los trastornos de alimentación (+154,7%), el duelo (+138,9%), las adicciones (+41%), los síntomas depresivos y tristeza (+31,5%), la baja autoestima (+27,9%) y la ansiedad (+25,6%).